Nuestro mundo es un hecho vegetal antes que animal. Sin embargo, uno de los árboles más significativos para la humanidad ha pasado inadvertido, como si su existencia fuera irrelevante. Ese lugar secundario del mundo vegetal también lo ha tenido la filosofía y la biología, al reducir las plantas a un papel decorativo y desvinculado de lo humano. Y resulta que, al realizar un recorrido por la historia de la Quina, también se constatan omisiones que reducen la materia orgánica vegetal a otra cosa. Aquí se plantea que el desinterés, descuido y omisiones del mundo vegetal no responden a simples desatenciones de nuestra consciencia, sino que son olvidos originados por el mecanismo psíquico inconsciente de la represión. Son defensas inconscientes que permiten evitar la angustia que nos generan las pulsiones sexuales y agresivas –nuestra sexualidad–. Este ensayo permite acercarse a conocer algunas verdades profundas y perturbadoras que las plantas nos revelan.
Noviembre 15, 2024
Por
Juliana Hurtado Arboleda
Al parecer, las plantas hacen que recordemos hechos dolorosos o angustiosos que preferimos evitar.
La taxonomía científica ordena, clasifica y con ello reduce, sustituye, omite la relación de la planta con los otros seres vivos que la rodean.
El mundo vegetal también nos angustia con su particular presente, su inmovilidad, su piel irregular y discontinua. No somos capaces de comprender esa adhesión tan extensa que tienen las plantas con la tierra, ni esa relación tan íntima con el aire y la luz, y menos aún esa inmersión en la atmósfera.
Las plantas nos generan grandes heridas narcisistas, pues nuestra capacidad de adherirnos, extendernos, y crear mundo, no es tan vital como la de ellas.
Nuestro mundo es un hecho vegetal antes de ser un hecho animal, sin embargo, uno de los árboles más importantes para la humanidad ha estado ausente de nuestro interés; como si su existencia no hubiera tenido relevancia, o no la tuviera hoy día, o no participara del mundo, cuando nada más expuesto al mundo que un árbol. Coccia (2017), a quien estoy siguiendo con mis pensamientos, denuncia ese lugar relegado que la filosofía le ha otorgado a las plantas y ese uso ornamental que les ha inculcado la biología, que privilegia lo animal sobre lo vegetal, cuando ellas encarnan el lazo más estrecho y elemental con el mundo. Afirma que no se trata simplemente de una insuficiencia epistemológica o una falta de atención, sino de desprecio. En la medida en que leo historias sobre el árbol misterioso, veo ilustraciones científicas1 sobre él y pienso en la transformación de su materia vegetal, constaté un hecho: en muchas de esas historias y en algunas prácticas científicas algo se omite, se niega o queda excluido. Una parte de la realidad ha sido desechada, por tanto, son historias o dibujos mutilados. Estas omisiones tampoco son insuficiencias epistemológicas o faltas de atención de los científicos, sino que corresponden mejor a olvidos o actos fallidos originados por el mecanismo defensivo inconsciente de la represión. El desinterés, la negligencia, los olvidos u omisiones con las plantas son perturbaciones en la consciencia que sirven para evitar el displacer debido al recuerdo, es decir, son mecanismos que nos permiten no recordar, pues al parecer, las plantas hacen que recordemos hechos dolorosos o angustiosos que preferimos evitar.
En este escrito me interesa acercarme a conocer algunos elementos inconscientes que pueden estar determinando esas omisiones de nuestra memoria consciente. Para ello redescubriré, poco a poco, la historia de este árbol que, como toda historia, está marcada por complejos afectos humanos, donde el clasismo y el racismo juegan un papel destacado, y en la que confluyen diversos saberes: la medicina, las artes, la botánica, la literatura, la economía, el psicoanálisis. Trataré de ir creando conexiones en la medida en que presento la historia para poder rellenar algunas lagunas del recuerdo. Veamos.
I.
Al árbol se le conoce con muchos nombres, pues a las plantas se les llama de distintas maneras según su procedencia, características o analogías. Se trata de la Quina, Cascarilla, Tunita, Quina-quina, Ccarachucchu, Yara chucchu… También tiene un nombre científico asignado por Linneo: Cinchona officinalis, de la familia Rubiaceae. Es una especie forestal nativa que florece especialmente en Perú, Ecuador, Bolivia y Colombia (Larreategui 2009).
Su importancia radica en que ha salvado más vidas que cualquier otro ser vivo, pues su corteza contiene quinina, un alcaloide muy eficaz contra la malaria o paludismo. Esta enfermedad infecciosa es mortal si no se tienen las defensas adecuadas o el tratamiento farmacológico en menos de 24 horas, y durante cientos de años ha causado millones de muertes de niños, mujeres y hombres, en diferentes regiones del mundo. Es causada por parásitos del género Plasmodium y transmitida por las hembras de varias especies de mosquitos Anopheles. La mayoría de los casos de infección en humanos se debe a las especies P. falciparum y P. vivax.
La malaria fue una epidemia en Europa durante los siglos XVII y XVIII y se expandió, o ya existía, en el continente americano. Al ser un remedio eficaz contra la malaria, la consecución de esa corteza despertó gran interés para los europeos, tanto así que su comercio alcanzó grandes proporciones. Los nativos de la región andina conocían su poder curativo contra las fiebres y los escalofríos. Ellos maceraban la corteza hasta obtener un polvo fino que mezclaban con algún líquido fuerte para disolver su sabor amargo, o preparaban una bebida con naranjas, azúcar y agua que ponían a hervir, dejaban enfriar y se la daban al enfermo en ayunas. La preparación era importante, pero también la dosificación y su administración.
Los Jesuitas, que llegaron al Perú alrededor de 1568, conocieron el poder curativo del árbol gracias a los nativos y decidieron llevar la corteza a Europa. Se cuenta que Francisca Enríquez, condesa de la región de Chinchón en Perú, fue curada de malaria con una preparación de la corteza de este árbol (Zevallos, 1989), gracias a la recomendación de Agustín Salumbrino, un sacerdote jesuita. Entonces, el nombre científico del árbol -Cinchona officinalis- le asignaba cierta procedencia “real”, una especie de sello oficial de originalidad que le otorgaba la entrada al reino taxonómico y así, la multiplicidad de nombres, supuestamente vulgares, era sustituida por uno solo que organizaba lo múltiple. La taxonomía científica ordena, clasifica y con ello reduce, sustituye, omite la relación de la planta con los otros seres vivos que la rodean. El nombre científico deja de lado el contexto, niega el conocimiento ancestral que los nativos tenían del árbol y las múltiples relaciones que se establecían entre ellos y el árbol.
A finales de 1620 y principios de 1630, la corteza se transportaba en cajas hasta el puerto de Cádiz, donde era sometida a pruebas para determinar su pureza “real” y definir su valor comercial. En 1647, la corteza ya llegaba a Roma, de donde data el primer registro oficial de una prescripción médica del Corticus peruvianus firmada por Domenico Anda, un jesuita boticario jefe del Hospital de Santo Spirito, lugar donde, además, inventaron una máquina moledora de corteza para preparar el remedio.
La materia orgánica vegetal debía ser reducida a otra cosa de más fácil intercambio, y las propiedades curativas del árbol daban en el blanco, él podía convertirse en fármaco. Para esto el árbol era desollado, pues su corteza resistía los embates del comercio. Didi-Huberman (2014) recuerda que la corteza de un árbol es la impureza que deviene de las cosas mismas, son pedazos de su piel, una piel irregular, discontinua, accidentada. También menciona la diferencia en la etimología de la palabra corteza que introduce el latín. Habría dos cortezas, la epidermis o córtex que hace referencia a la parte más exterior o liminar del cuerpo que es susceptible de ser arrancada, cortada o separada, y otra para la cual los latinos inventaron la palabra líber, es la parte donde se adhiere la dermis al tronco y sirve para la escritura. De líber se deriva la palabra libro, una cosa hecha de superficies extraídas de los árboles donde se reúnen palabras e imágenes. Esto me hace pensar que las historias sobre el árbol siempre se centran en su primera corteza, su epidermis desprendida del tronco para ser convertida en polvo. Una primera piel destinada a morir, pero supremamente útil para salvar vidas. Y poco o nada se habla de la segunda corteza, de esa carne expuesta que escurría su sangre, su sabia, su dolor. Parece ser más fácil pensar sobre la epidermis dura, seca, aquella que se puede cortar, trasladar, comercializar, que hablar del tronco que queda moribundo, de esa fragilidad sensible que testimonia la violencia ejercida sobre sí. Así, al omitir la segunda corteza abandonamos la fragilidad en la oscuridad del bosque, dejamos atrás el dolor más profundo, ese que es ejercido sobre nuestros cuerpos vulnerables sin piedad. También se nos olvida que esa segunda corteza sirve para la escritura, que podríamos pensar el árbol que nos ocupa desde ese lugar. Esto significa hacer algo más con el sufrimiento. Didi-Huberman nos invita a ser corteza, a escribir con aquello que cae de nuestras desolladuras. Una escritura corpórea, de corteza, de piel. Y seguramente ese ejercicio creativo sería, al igual que la quinina, un remedio muy eficaz contra otro mal.
II.
En Quinas amargas. El sabio Mutis y la discusión naturalista del S. XVIII, se relata cómo José Celestino Mutis llegó a Cartagena en el navío Castilla de la armada del rey Carlos III, en 1760, pues era el médico del rey y tenía la responsabilidad de su salud. Uno de sus principales intereses era encontrar remedios para las enfermedades y soluciones para la economía, pues España necesitaba nuevas rutas comerciales y lograr mayor independencia. En 1783 se aprobó la Real Expedición a Nueva Granada que estuvo a cargo de Mutis. Él conoció la presencia de árboles de quina en la serranía de Fusagasugá y en Popayán, pero era necesario comprobar si esos nuevos árboles andinos eran iguales o no a los peruanos o a los ecuatorianos de Loja, pues la originalidad determinaba su pureza y eficacia como fármaco.
Las discordias alcanzaron más protagonismo. Mutis, con el fin de defender su prioridad con respecto al descubrimiento del árbol, hecho que le permitiría bautizarlo posiblemente con su nombre, desacreditó a López Ruiz quien al parecer se le podía adelantar en esta tarea. Así, solicitó un informe a Panamá sobre su ascendencia y evidenció que López Ruíz tenía orígenes negros, algo que había ocultado, pues para muchas actividades se requería certificar la limpieza de sangre. Esta historia nos permite ver cómo el nombre del árbol también se relacionaba con la pureza de sangre del descubridor. Entonces, la originalidad y credibilidad del árbol debía cumplir ciertos estándares, la procedencia debía de ser real o noble y la sangre de su descubridor no podía estar contaminada -de negro-. Así, elementos de clase y color, que denotan linaje, limpieza o blancura -pureza-, se convirtieron en marcas que determinaban la entrada o no de las cortezas a Europa y, por tanto, su uso como fármaco o no. El clasismo y el racismo no están exentos en esta historia, y se nos presentan como defensas ante lo que causa displacer. Lo negro tenía que ocultarse o eliminarse, porque era impuro. Lo blanco, por el contrario, denotaba un origen español limpio o puro. Y no era suficiente con definirse español, tenía que certificarse el origen (ese “de origen” tan excluyente y soberbio), tenía que realizarse una prueba de sangre, pues la verdad estaba oculta. El “descubrimiento” de un árbol, su nombre, las reglas de intercambio, estaban, y aún están, imbuidas de este tipo de defensas. Mecanismos imperiales que institucionalizan la exclusión de aquello que no gusta, que molesta, que es distinto, que estorba para los propios intereses.
Mutis, gracias a esa certificación, logró montar una poderosa empresa de acopio de cortezas y enviar un primer cargamento con muestras de quina a Madrid en 1785. El monopolio de este comercio lo tuvo la corona española en sus virreinatos a través de la ruta andina de las quinas, que partía desde la porción central de Bolivia hasta los límites de Colombia con Venezuela, en el departamento del Norte del Santander (Crawford, 2016). El monopolio español se debilitó por la competencia que instauraron las colonias inglesas y holandesas, que llevaron semillas de quina y establecieron extensos cultivos industriales, aprovechando la mano de obra abundante y seguramente barata de los nativos.
El poder curativo del árbol contra la fiebre generó esa otra fiebre, la comercial. En Colombia, las cortezas viajaban sobre lienzo en cajones forrados de cuero, por el río Magdalena desde Honda hasta la Barranca del Rey, y después salían por el puerto de Cartagena. La lucha entre comerciantes se intensificó, así que las dudas sobre su pureza era un punto central para la contienda. El comercio ilegal se volvió irrefrenable y llegó un momento en el que se prohibió la llegada de quina proveniente de Bogotá y, en 1789, se determinó que la única quina que podía entrar a Europa era la de Loja, como si esa no hubiera sido adulterada. El negocio continuó, incluso después de declarada la independencia de las colonias y que se creara la República de Colombia. Mutis había enviado muestras de la corteza de quina a Humbolt y Bonpland y ellos descubrieron que esa quina, la quina amarilla (C. pubescens), no coincidía con la de Loja y establecieron su distribución altitudinal y área geográfica de forma errónea. Al parecer encontramos otro acto fallido que generó mayor confusión con respecto a la distribución geográfica del árbol. Otro asunto donde el color no cuadraba. Es posible que el racismo haya tenido que ver con esto también, de ahí esa dificultad con la distribución geográfica porque no es posible pretender que todas las quinas amarillas estén en cierto lugar determinado o que las quinas rojas no estén en diversos lugares muy lejanos. La distribución geográfica también tenía que ver con la necesidad de controlar o regular el comercio y dejar pasar unas quinas y desechar otras. Es interesante pensar cómo la fuerza del comercio ilegal es que no diferencia colores ni respeta clases, no sigue la misma lógica “científica o técnica”.
La explotación de la quina fue intensiva en todos los Andes hasta 1945, cuando se reabrieron los mercados asiáticos y se consolidó el uso de antimaláricos sintéticos como la atebrina y la cloroquina, sin embargo, la resistencia a estas sustancias se desarrolló rápidamente por su uso frecuente y la quinina volvió a desempeñar un papel clave en el tratamiento del paludismo grave.
III.
Otro elemento importante en este proceso de transformación del árbol a objeto noble, digno de ser estudiado, clasificado y nombrado, es su dibujo o ilustración científica. Para los europeos era necesario identificar el árbol, conocer su estructura, pero estaba a miles de kilómetros de distancia, transportarlo era imposible pues la materia orgánica se descompone, y no era suficiente tener pedazos de sus cortezas, semillas, hojas. Entonces, el árbol debía ser reducido a imagen, así se lograba conocer con gran detalle sus ramas, hojas, tallos, flores. Sin embargo, algo muy importante se omitía en esos dibujos: el árbol se presentaba suelto de su contexto, de su anclaje terrenal, desterritorializado. Con esto podemos ver cómo el dibujo determinaba la imposición de una mirada violenta que imponía un corte al dejar por fuera la parte baja del árbol, sus raíces, y con ellas la tierra que generalmente es de color oscuro y se asocia con lo sucio. Entonces, la imagen, al igual que el nombre, también pretendía imponer un mundo configurado por cierto ordenamiento y limpieza de la realidad. Aquello que gravemente se omitía eran las múltiples conexiones que establecen los árboles, gracias a sus raíces, con las capas geológicas, con tantas otras formas de existencia: hongos, insectos, microorganismos, musgos.... Es interesante tener presente que esas conexiones omitidas son reticulares, no siguen una lógica teleológica, no implican una temporalidad lineal y progresiva, sino que son como una red, un rizoma, algo que crece para todos lados, pues su movimiento es reticular.
Las raíces, al igual que lo Inconsciente, son formas enigmáticas, permanecen en la oscuridad, en lo profundo y son infinitamente más complejas que aquello que apreciamos en la consciencia. Ni las raíces ni lo inconsciente son representables, no se pueden dibujar porque las conexiones que establecen son múltiples, siempre necesitan entrar en relación con otros organismos, sus funciones no pueden ser designadas de manera unívoca, no siguen una lógica formal. Las raíces también sostienen la planta, tienen la función de alimentarla y muchas veces se las relaciona con “cerebros”, porque gracias a ellas la planta adquiere la mayoría de información que necesita. Entonces, el dibujo, al omitir las raíces, impone una mirada violenta -mutilada-, ante la angustia que le producen las múltiples conexiones inconscientes hacia todos lados donde lo sucio, lo impuro, lo placentero es indeterminado.
IV.
La quina, gracias a las propiedades curativas de su córtex, se convierte en mercancía del imperio español. Esta transformación es un proceso largo y profundamente violento que conlleva la desterritorialización, la extracción de la vida, y con ello múltiples olvidos u omisiones, donde lo afectivo displacentero ocupa un lugar central. La asignación del nombre científico y la ilustración científica resultaron siendo prácticas concretas de apropiación, estrategias para crear un mundo específico con un orden y limpieza determinados. Para lograr esto se debía reducir el árbol a algo distinto, omitir elementos que resultaban desagradables al recuerdo. Con el nombre científico, la multiplicidad de nombres del árbol quedaba reducido a uno que aseguraba una ascendencia específica: un origen noble y puro. Con la ilustración científica del árbol se lograba una abstracción donde el árbol quedaba expuesto como un objeto limpio y bello, digno de ser estudiado.
Intentar hacer un ejercicio de inmersión como del que habla Coccia (2017), o establecer una relación más profunda que la de la conciencia con un árbol también implica reconocer que nada se escapa de la represión de elementos inconscientes que angustian al ser humano. De ahí las omisiones o actos fallidos de la ciencia, síntomas que ponen de presente cómo nos defendemos de elementos de la sexualidad: lo sucio, lo vulgar, lo impuro, lo desordenado, lo rizomático, lo salvaje, lo excesivo, lo negro… en pocas palabras, nos defendemos de lo inconsciente pulsional.
El mundo vegetal también nos angustia con su particular presente, su inmovilidad, su piel irregular y discontinua. No somos capaces de comprender esa adhesión tan extensa que tienen las plantas con la tierra, ni esa relación tan íntima con el aire y la luz, y menos aún esa inmersión en la atmósfera. Seguramente nuestro desarraigo, comparado con el de un árbol, nos resulta brutal e insoportable. Las plantas nos generan grandes heridas narcisistas, pues nuestra capacidad de adherirnos, extendernos, y crear mundo, no es tan vital como la de ellas. Nuestros lazos o conexiones con otras formas de existencia no son tan directos ni indisolubles, al contrario, cada vez los hacemos más efímeros y nimios.
V.
El árbol de quina nos permite pensar en la posibilidad vital de resistir los embates de la realidad que siempre resulta violenta. Junto a él sabemos que, a pesar de todas nuestras desolladuras contamos con la capacidad libidinal de crear una nueva piel con la que podemos hacer nuevas conexiones, un ejercicio que implica tocar y dejarnos tocar por el sufrimiento de otros.
Quiero terminar este escrito con una breve reseña que corresponde al inicio de una sesión reciente con una paciente que asiste a psicoanálisis desde hace varios años, y que buscó el proceso ante el extremo dolor por la pérdida de su madre. Esta reseña puede ayudarnos a seguir pensando el profundo significado inconsciente que tienen las plantas para nosotros.
L. se acuesta en el diván y comienza a hablar: “todos los días nos sentamos con mi papá a tomarnos el tintico de la mañana en el patio de la casa. Hoy me llamó la atención el Bugambil, ese palo crece que da miedo, si uno se descuida ¡se lo come a uno! Crece muchísimo, toca estarlo podando a cada rato, sino se descontrola, coge para donde quiere, echa ramas por todo lado. Así que toca estar cortándolo, y así nunca se le ven las flores. A mi mamá le gustaba mucho ese árbol. También le gustaba el Lirio. En el patio tenemos un Lirio, ese no crece tanto y florece de vez en cuando, y cuando le da por florecer sus flores son bellísimas, aunque duran poco. Ese Lirio es el que más me recuerda a mi mamá. A ella también le gustaba el Mirto, no sé bien por qué. En el patio nadie sembró uno y un día apareció uno, seguro fue un pájaro que llevó la semilla. Mi mamá se puso muy contenta cuando vio ese Mirto en una esquina entre unos ladrillos. Ese palito estaba ahí hasta que a don Alirio, que es un viejo necio, le dio por cortarlo, porque él siempre hace lo que quiere, no lo que uno le dice que haga… Una condición que mi mamá le puso a mi papá para casarse era que la casa donde ella viviera debía tener un brevo. Es curioso, a mí el brevo no me gusta tanto, no sé, tal vez es porque no florece, ¡el fruto le sale de la pata de la hoja! tal vez sea por eso que no me llama la atención, no sé, voy a inspeccionarlo bien a ver cómo es. A ella le gustaban las brevas maduras y peleaba con las golondrinas porque le ganaban y se las comían primero. ¡Qué árbol para dar brevas! A mi mamá le gustaban mucho las matas. Mi papá, implícitamente, era el encargado de pagar el jardinero, pero ella era la que definía qué hacer en el patio. Ahora que no está ella, él es el que cuida todas las matas, pero él es de modas, primero le dio por tener suculentas, esas se reproducen facilito, así que tenía muchísimas, ¡por todo lado! Ahora le dio por los Anturios, tiene de todos los colores y contrató a un señor que le va a hacer unos jardincitos. A mí me gustan las plantas, pero solo las contemplo, ni agua les echo, no sé por qué no me acerco mucho a ellas. Pero ahora me encargaré del antejardín, en eso quedé con mi papá, y le dije al nuevo jardinero que cortara el Bugambil bien bajito, y él que no, y yo que lo cortara, que solo así podríamos ver sus flores en algún momento, y ¡le tocó hacerme caso! Lo dejó bajito y ya está retoñando, está lindo, seguro en diciembre estará bien bonito, como a mi mamá le gustaba verlo… Siento que ella sigue estando viva en las plantas, está ahí, la siento en esos árboles de nuestro patio”.
Las plantas parecen darnos una nueva piel para soportar los sufrimientos, incluso para esas terribles desolladuras que causan la muerte de seres queridos, especialmente la pérdida de una madre. Las conexiones profundas que ellas nos permiten son maravillosas, pues trascienden lo vivo. La muerte de la madre generó una herida muy dolorosa en L., una desolladura terrible que ha venido sanando gracias a los múltiples recuerdos. Ahora la siente viva de otra forma gracias a la movilización de sus afectos y entre ellos están los afectos hacia las plantas de su casa. La madre era bella, poderosa, pues era la que decidía qué hacer. No se movía mucho de su casa, tenía un lugar fijo, tal como las plantas, y también crecía demasiado y sofocaba a L. que con frecuencia resultaba haciendo lo que la madre esperaba que hiciera, ella era fagocitante. Ahora que la madre no está, el padre es el que riega las plantas, las alimenta, las cuida y, a diferencia de la madre, es más etéreo, se mueve mucho, va y viene, se esfuma con facilidad. El movimiento de las plantas nos resulta extraño, a veces no nos percatamos de él, y otras veces sentimos que nos inundan o nos sofocan. Ese reptar de las ramas y las raíces hacia todos lados hace que las podemos con urgencia, como si tuviéramos que ejercer un control necesario sobre ellas, cierta violencia mutilante ante ese crecimiento indeterminado que nos angustia. Pienso en la violencia que implica la muerte de un ser querido, en ese extraño reptar hacia lo indeterminado. L. termina la sesión afirmando: “me voy a encargar de cuidar el antejardín de mi casa, así que voy a hablar con el jardinero para que pode esas matas de ahí, ¡no vaya y sea que se metan donde no les corresponde! A las plantas hay que darles un lugar, no pueden coger siempre para donde les plazca”.
NOTAS
- El volumen 44 de la Flora de la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada incluye los estudios sobre las quinas, realizados bajo la dirección de don José Celestino Mutis y los auspicios del rey Carlos III. Para ver algunas ilustraciones de la quina se puede consultar el catálogo de la Biblioteca Nacional de Colombia.
REFERENCIAS
- Coccia, E. (2017). La vida de las plantas. Una metafísica de la mixtura. Trad. Gabriela Milone. Editorial Miño y Dávila: Buenos Aires.
- Díaz Piedrahita, S. Las quinas en el mundo y en Colombia. Revista MEDICINA - Vol. 25 No. 2 (62) - agosto 2003.
- Didi-Huberman, G. (2014). Cortezas. trad. cast. de Mariel Manrique y Hernán Marturet. Santander: Shangrila.
- Giraldo, E. (2022). Sumario de plantas oficiosas. Luna Libros: Bogotá
- Jaramillo, A. J. (1951). "Estudio crítico acerca de los hechos básicos en la historia de la quina". Revista de la Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, 30: 61-128.
- Larreategui, D. (2009). Historia del árbol de la quina en Ecuador. (en línea, sitio web). Disponible aquí.
- Nieto, M. (2019). Remedios para el Imperio. Historia natural y la apropiación del nuevo mundo. Edición Uniandes: Bogotá.
- Zevallos, P. (1989). Taxonomía, distribución geográfica y estatus del género Cinchona en el Perú. Lima, Perú, Universidad Nacional Agraria La Molina. p. 64.
Entonces, el nombre científico del árbol le asignaba cierta procedencia “real”, una especie de sello oficial de originalidad que le otorgaba la entrada al reino taxonómico y así, la multiplicidad de nombres, supuestamente vulgares, era sustituida por uno solo que organizaba lo múltiple.
La materia orgánica vegetal debía ser reducida a otra cosa de más fácil intercambio, y las propiedades curativas del árbol daban en el blanco, él podía convertirse en fármaco.
El árbol de quina también nos permite pensar en la posibilidad vital de resistir los embates de la realidad que siempre resulta violenta.