Más allá de la imagen como representación
septiembre 14, 2024
Por
Juan David Cárdenas
Como es bien sabido, los grandes expedicionarios que recorrieron las colonias americanas en busca de vegetación desconocida requirieron de pintores expertos.
Las plantas nunca serían retratadas en su contexto. Siempre se verían hojas, semillas y raíces aisladas de su mundo y dispuestas de una manera idónea para el observador especializado.
Más allá del espejo, la imagen es una herramienta, en este caso, un instrumento colonial.
Las tradiciones premodernas le otorgaban usos complejos a la imagen: desde las insignias medievales, cruciales en la guerra del medioevo, hasta la pedagogía evangelizadora a manos de la pintura religiosa al interior de las iglesias. Sin embargo, la modernidad nos obliga a pensar de un modo especial las imágenes. Dentro del proyecto de consolidación de los Estados-Naciones y la emergencia de la tecnificación generalizada de la realidad, las imágenes se integran dentro de una logística del gobierno novedosa. A este conjunto de operaciones Michel Foucault las llamó Biopolítica. Para el filósofo francés, desde mediados del siglo XVIII las acciones políticas del Estado, en connivencia con los nacientes mercados nacionales e intercontinentales, se concentraron en canalizar las fuerzas vivas del ser humano. Este ejercicio de normalización colonizaría regiones completamente nuevas de la existencia tales como la sexualidad, la salud o la vida doméstica. De lo que se trataba era de gobernar cualquier resquicio de nuestra existencia con el fin de potenciar las fuerzas productivas del cuerpo individual y colectivo. En este brevísimo texto, trataremos de aproximarnos muy tímidamente a diversas formas en que parte del proyecto biopolítico tuvo que ver con los usos de la imagen con el fin de hacer la mirada un fenómeno político altamente racionalizado en sus comportamientos, en sus estrategias comerciales e incluso en sus implementaciones militares.
Cuando se habla de las políticas de la imagen en la modernidad es apenas natural pensar en las nacientes sociedades del espectáculo en el siglo XIX. Con la industrialización de las actividades humanas en las grandes metrópolis modernas vino, también, la tecnificación y comercialización de la mirada en el contexto de las emergentes culturas del ocio. Transformaciones materiales como la aparición del alumbrado público, la concentración de grandes masas en los epicentros de producción y la unificación de los horarios de acuerdo con el reloj de la fábrica condujeron a la aparición de un nuevo ámbito de experiencias asociado a la vida nocturna y al consumo de diversión. El cine es el ejemplo más contundente de esta transformación. Autores como Jonathan Crary han puesto de manifiesto la forma en que las investigaciones provenientes de disciplinas nuevas como la psicología experimental y las ciencias de la conducta arrojaron dispositivos técnicos que serían prontamente explotados por la emergente industria del entretenimiento. Si bien, estas prácticas reclaman la atención de todo aquel que quiera ofrecer una prehistoria de nuestro tiempo presente, no es allí donde quiero concentrar mi atención. Más allá del espectáculo, también hay otros ámbitos de lo político en los que la imagen se consolidó como instrumento central.
Me interesa atender la implementación de la imagen en escenarios menos evidentes y sin embargo muy familiares para nosotros. Quisiera abordar, con la dispersión de quien atisba su objeto de estudio con la informalidad de un transeúnte al paso, la forma en que las imágenes se han integrado desde finales del siglo XVIII hasta el presente con distintas formas en las que tenemos conocimiento de la realidad. Es decir, maneras en las que las imágenes se convierten en vehículos de una cierta comprensión del mundo y, en consecuencia, en herramientas de acción sobre él. La modernidad se ha encargado de hacer de las imágenes no solo representaciones del mundo, sino y, sobre todo, herramientas para su transformación. Se dice que las imágenes representan el mundo. Yo parto de otro presupuesto: ellas, más bien, actúan sobre él, sin lugar a dudas, de formas muy diversas. Como insisten Deleuze y Guattari: “Toda copia crea su modelo y lo arrastra consigo”. Lejos de imitar, las imágenes modelan lo real. Sin pretender ofrecer una teoría general del asunto, busco construir una constelación de fenómenos con el fin de hacer aparecer resonancias entre distintas formas de la imagen y de sus usos para dar un poco visibilidad sobre su capacidad de acción sobre el mundo en que nos correspondió vivir.
Un buen punto de entrada al asunto lo encontramos en el uso obligatorio de la imagen en las expediciones botánicas de finales del siglo XVIII e inicios del XIX. Como es bien sabido, los grandes expedicionarios que recorrieron las colonias americanas en busca de vegetación desconocida requirieron de pintores expertos. Parte del objetivo de estas expediciones consistía en lograr estas imágenes. No era suficiente con recolectar hojas, semillas y raíces. Las imágenes ilustradas de las plantas facilitarían el transporte de la vegetación nativa sin riesgos de contaminación o degradación. Los materiales botánicos no podrían ser incorporados en publicaciones científicas o en museos botánicos con la misma facilidad y perdurabilidad de una imagen. En otros términos, la imagen permitiría que la naturaleza fuera apropiada para acumularse en el botín del rey. Al devenir imagen, la vegetación se convierte en moneda de cambio. Este tipo de ilustraciones anticipaban lo que a mediados del siglo XIX sería el destino de la fotografía.
Esta claridad reclama, justamente, reconocer el papel activo del ilustrador en la construcción del saber botánico sobre la naturaleza. Él respondía a las solicitudes conjuntas de los científicos que orientaban su labor y que a la vez debían satisfacer a la institucionalidad colonial ávida de nuevas mercancías vegetales y farmacéuticas. Si el botánico clasificaba y nombraba las plantas de acuerdo con el saber taxonómico de su época, el dibujante idealizaba su objeto de representación al depurarlo en la imagen en un ejercicio de abstracción visual de la naturaleza. Las plantas nunca serían retratadas en su contexto. Siempre se verían hojas, semillas y raíces aisladas de su mundo y dispuestas de una manera idónea para el observador especializado. Se hacía posar a la vegetación en la imagen y con ello se modelaba una versión dócil de la naturaleza del nuevo mundo. Las plantas y sus partes serían sometidas, por la vía de su presentación ilustrada, como objetos del saber científico y del mercado farmacéutico. Más que una representación del mundo, estas imágenes eran resultado de la proyección de todo un sistema de pensamiento que era transversal desde el rey hasta el dibujante. Las imágenes botánicas permitirían construir todo un archivo visual manipulable en beneficio de un saber científico y, sobre todo, en beneficio de la construcción de un nuevo nicho de mercado. La imagen no representa la naturaleza, más bien la construye como objeto de un saber y un intercambio. Más allá del espejo, la imagen es una herramienta, en este caso, un instrumento colonial.
Siguiendo comportamientos análogos a este, podríamos identificar muchos de los archivos estatales e institucionales, públicos y privados, en los que la imagen ha operado en contextos más reciente como un recurso para intervenir directamente sobre la realidad. Con la tecnificación de la imagen fotográfica, con la producción de retratos y su reproducción serial, la imagen encontraría espontáneamente un nuevo valor de uso en los repositorios institucionales. Justo un siglo después de las expediciones botánicas en tierras americanas, varias ciudades capitales europeas vieron nacer cientos de archivos fotográficos penitenciarios, psiquiátricos y escolares. El documento fotográfico, más específicamente el retrato institucional, operaría como un recurso para el empadronamiento de la población en beneficio de la normalización de sus conductas. De manera novedosa para la época, el registro fotográfico de cada individuo llegó a volverse un asunto de Estado. La nueva tecnología fotográfica se convirtió muy rápidamente en una herramienta con designación presupuestal obligatoria en las emergentes instituciones de control social. Además, la destinación de espacios para la construcción de archivos generales de la nueva documentación se volvió usual. No se trataba ya de las ilustraciones botánicas, sino de retratos fotográficos archivados y catalogados para hacer de la población algo identificable y rastreable. Muchas instituciones privadas del tipo hospitales, escuelas y hasta clubes siguieron este modelo de comportamiento.
Es importante remarcar lo siguiente, en ambos casos, en las ilustraciones botánicas y en la fotografía de retrato de documento institucional, la retórica de la neutralidad de la imagen ha operado como garante de la veracidad de las imágenes y, en consecuencia, de la eficacia de su implementación. Bien sea que la imagen fiel garantice una “ciencia cierta” y con ello una farmacéutica confiable, o que la fotografía bien captada asegure la rastreabilidad de los individuos, el presunto realismo de la imagen es invocado. Particularmente, la imagen de retrato fotográfico responde a toda una serie de protocolos de registro: fondo blanco, frontalidad del rostro, foco en el triángulo de la nariz y ningún elemento adicional al individuo dentro del encuadre. Se dice que estas reglas de composición garantizan la neutralidad del registro. Esta limpieza del cuadro respalda la cientificidad jurídica de la fotografía de un modo similar al que el presunto realismo de la ilustración botánica asegura la rigurosidad positiva de la imagen. Del mismo modo en que las plantas eran extraídas de su hábitat para posar ante el ilustrador, los individuos posan para la cámara en un espacio abstraído. La hipotética neutralidad no es otra cosa que el producto del cálculo para la pose. Justo cuando posan, la naturaleza y el rostro humano se convierten en objeto de un saber y de un control. En el primero de los casos se trataba de una taxonomía vegetal, en el segundo de un archivo con potencial policial y jurídico. En ambos casos, por vías diferentes y con finalidades disímiles, el archivo de imágenes se convirtió en un aparato de acción sobre el mundo vegetal y humano.
En la actualidad nos enfrentamos a un sinnúmero de imágenes que cumplen funciones de vigilancia y trazabilidad. Basta con pensar la incorporación de las cámaras fotográficas en los aviones de guerra de la primera guerra mundial para evidenciarlo. Para ese momento la aviación no contaba con la potencia para transportar grandes cargas. Por ese motivo aún no existían los bombarderos. Sin embargo, la implementación de cámaras fotográficas en esos aeroplanos ligeros se entendió prontamente como una estrategia de guerra al punto en que se enviaban flotillas enteras de aviones que volando por debajo de las nubes registraban desde el cielo los campamentos del enemigo. Una imagen fotográfica aérea valía sacrificar la vida de algún aviador y la estructura de uno que otro avión. Acá, es claro, una imagen es un arma.
Valdría la pena detenernos a pensar hoy día, en el contexto de las imágenes capturadas con dron, ese vehículo no tripulado y dirigido a distancia, las formas en que las imágenes se integran en una logística del rastreo de los comportamientos individuales y colectivos. El dron, del mismo modo en que lo hace la fotografía aérea o el registro satelital, ofrece una mirada no humana del espacio. La visual cenital de su registro hace del espacio un mapa y de los fenómenos concretos, coordenadas. En la cientificidad técnica de su mirada radica su mérito. La vista aérea garantiza todo un estudio para el control del espacio y de los cuerpos que lo habitan. Con estas imágenes, aunque alejadas de la perspectiva humana, encontramos otro tipo de realismo topográfico gracias al cual el espacio se convierte en un territorio de rastreo y cuantificación de las posiciones y los desplazamientos. Bien sea implementado en algunas prácticas deportivas con el fin de transformar el desempeño del competidor en estadística o en Afganistán previo a un bombardeo, la imagen a distancia se integra perfectamente con eso que Paul Virilio llamo una Logística de la mirada.
Quiero recoger una serie de consideraciones a partir de este recorrido espontáneo y oscilante entre el pasado distante, el más reciente y el presente. Como primera medida, quiero insistir en la idea de que las imágenes, lejos de existir como espejos que representan la realidad, son herramientas que operan sobre ella. Además, esto supone que su capacidad de acción sobre el mundo no se reduce a la de orientar el deseo del público espectador en el contexto de las actuales sociedades del ocio y el espectáculo. Las imágenes no son solo símbolos. Ellas se integran con los ejercicios de rastreo y de dominación mucho más allá del estrecho marco de los medios televisivos, cinematográficos y de las redes sociales. Ellas están dotadas de una capacidad de acción efectiva al integrarse con distintos dispositivos de rastreo, de empadronamiento, de vigilancia y de cuantificación de los cuerpos individuales y colectivos. Por último, quisiera señalar que en ellas se entrelazan la observación científica, la logística del control, la cuantificación para el mercado y hasta el deleite estético en una amalgama tan enmarañado como estratégico.
No era suficiente con recolectar hojas, semillas y raíces. Las imágenes ilustradas de las plantas facilitarían el transporte de la vegetación nativa sin riesgos de contaminación o degradación.
Se hacía posar a la vegetación en la imagen y con ello se modelaba una versión dócil de la naturaleza del nuevo mundo.