Octubre 20, 2024
Por
Nicolás Hernández Díaz
Los intereses coloniales entorno a la cinchona produjeron una forma de relacionarse con plantas, humanos, tierras y territorios que me permitiré llamar zonas de muerte.
La cinchona, lejos de ser una planta aislada en la historia colonial, fue parte integral de una ecología más amplia, donde humanos, plantas, animales y territorios se entrelazaron en dinámicas de explotación y control.
La relación entre los mosquitos y el sistema colonial no ha permanecido estática, sino que ha sido una de dinamismo genético que sigue afectando al mundo contemporáneo.
En 1880 el estadounidense Henry S. Wellcome, fundador de la farmacéutica Wellcome and Co, publicó sus memorias de un viaje que hizo al Bosque de Loja (Ecuador) para garantizar una red proveedora de cinchona para su exportación y comercialización. Refiriéndose a las condiciones de producción del medicamento, el fármaco recuerda:
Los indios soportan el peso principal de la carga sobre la cabeza, colocándose sobre la frente una tira de cuero crudo a la que se atan cuerdas del mismo material amarradas al fardo. Se inclinan hacia delante para mantener el equilibrio y utilizan largos bastones alpinos para estabilizarse y ascender por los peligrosos acantilados. Los esqueletos de cientos de desdichados peones yacen ahora blanqueándose bajo el sol tropical, habiendo terminado su vida terrenal por un paso en falso al borde de un precipicio, o por caer víctimas de las fiebres mortales mientras llevaban sobre sus espaldas el mismo material destinado al alivio de los enfermos en tierras lejanas. Un viejo indio, mientras me relataba los peligros encontrados en la recolección de la corteza de quina, dijo que en la época de la conquista española su pueblo había sido despojado de sus posesiones, que desde entonces había servido como esclavo, y que ahora se hacían sacrificios humanos para proporcionar salud a los extranjeros blancos.
La malaria en algunos de los valles de la selva es sencillamente espantosa, y debido a la gran exposición y a la falta de alimentos nutritivos, los indios ceden muy rápidamente a su influencia. Un comerciante de cortezas me dijo que durante una fuerte temporada de malaria, hace varios años, hasta el veinticinco por ciento de los indios empleados en un distrito murieron de fiebre antes de que terminara la cosecha.
Las fiebres palúdicas son vistas con gran terror por los indios, y es sólo por la extrema pobreza, u obligación como peones, que son inducidos a entrar en los bosques de corteza para enfrentar los peligros por la escasa miseria de diez a veinticinco centavos por día.12
Para el momento en que Wellcome visitó el bosque de la cinchona, esta planta llevaba poco más de un siglo de explotación amplia. Los intereses coloniales entorno a la cinchona produjeron una forma de relacionarse con plantas, humanos, tierras y territorios que me permitiré llamar zonas de muerte.10 En el Bosque de Loja, la barrera entre la vida y la muerte se desdibuja. Para que los polvos del jesuita garantizaran la supervivencia de unos allá, hacía falta sacrificar vida de otros acá. Los árboles de cinchona fueros amputados y desollados, mientras que los indios a menudo sucumbieron ante caídas fatales o las mismas enfermedades mortales que el producto de su trabajo prometía curar. Auténticos cazadores de la cinchona, los comerciantes de corteza se adentraron cada vez más en la selva. A su paso dejaron un cementerio poblado por los cadáveres de indios y árboles por igual.
«¿Acaso la parca recogió alguna vez una cosecha mayor que la causada por la conquista española del Nuevo Mundo?», se pregunta el antropólogo Michael Taussig en Shamanismo, Colonialismo y el Hombre Salvaje.10 De paso por el nuevo mundo, el hombre blanco se sació de cuanto quiso. Primero sintió hambre por el oro o la plata, luego por el azúcar que también consumía esclavos. Después se le antojó cinchona, tabaco, café, banano o palma de aceite. Arrancó cuanto quiso y, cuando no encontró más, se fue a otro lugar a buscarlo, dejando una ruina tras otra a su paso. Desde 1492, el nuevo mundo se convirtió en el laboratorio de una forma de rapiña de habitar el mundo que luego sería exportada a todas partes. Sobre esta forma, Claude Levi Strauss nos dice:
Entre el hombre y el suelo jamás se instauró esa atenta reciprocidad que en el Viejo Mundo funda la intimidad milenaria en el curso de cual ambos se dieron mutuamente forma. Aquí, el suelo ha sido violado y destruido. Una agricultura de rapiña se apoderó de una riqueza yacente y luego se fue a otra parte, después de haber arrancado algunas ganancias. Con todo acierto se describe el área de actividad de los pioneros como una franja, pues como devastan el suelo casi tan rápidamente como lo desmontan, parecen condenados a no ocupar más que una banda en movimiento que de un lado muerde el suelo virgen y del otro abandona barbechos extenuados.4
Para comprender mejor lo que ha sucedido en los cinco siglos posteriores a la llegada de los europeos a América, es esencial considerar una ecología compleja en la que interactúan humanos (europeos, indígenas americanos, africanos y mestizos), mosquitos, plantas (como la caña de azúcar y la cinchona) y otros elementos en relaciones de colaboración, coerción y conflicto. Estas interacciones moldearon el entramado colonial, cuyo impacto no solo transformó a las sociedades humanas, sino también a los ecosistemas.
Un concepto clave para entender esta transformación es el Plantacionoceno propuesto por Anna Tsing y Donna Haraway.11 Este señala cómo, bajo el modelo de la plantación, tanto los cuerpos humanos como los no humanos fueron disciplinados y organizados en sistemas de producción explotadores durante el periodo colonial. El modelo de la plantación, en particular, transformó rápidamente el paisaje americano. La cinchona, lejos de ser una planta aislada en la historia colonial, fue parte integral de una ecología más amplia, donde humanos, plantas, animales y territorios se entrelazaron en dinámicas de explotación y control. Desde el punto de vista europeo, la cinchona representaba más que un recurso natural: era una herramienta clave para consolidar su poder sobre las colonias, especialmente en regiones tropicales donde la malaria, transmitida por mosquitos, constituía una amenaza significativa para su dominio.
En este contexto, la cinchona no solo ofrecía una cura, sino que garantizaba una forma de soberanía colonial, al permitir que los europeos mitigaran los efectos debilitantes de la enfermedad y mantuvieran su control territorial y económico en el nuevo mundo. Esta soberanía alcanzada a través de la cinchona debe entenderse en un marco de biopolítica, donde los europeos usaron recursos naturales para gestionar la salud y la vida de los cuerpos coloniales. La malaria, al atacar de manera desproporcionada a los colonos blancos, erosionaba la capacidad europea de sostener sus estructuras de poder. Sin la cinchona, la capacidad de explotar los recursos coloniales y mantener el flujo de bienes y riquezas hacia Europa se habría visto gravemente comprometida. Así, la cinchona no solo protegía a los cuerpos europeos, sino que sostenía las economías coloniales y, por ende, las redes de poder imperial.
Por otro lado, el régimen de producción del azúcar también jugó un papel clave en la propagación de enfermedades en las Américas.5 Las grandes plantaciones de caña de azúcar, producto de la deforestación y el redireccionamiento de ríos, crearon entornos perfectos para la proliferación del mosquito Anopheles, portador de la malaria. Estas condiciones, junto con el tráfico transatlántico de esclavos, facilitaron la introducción y propagación del mosquito en el continente. Aquí emerge una relación ciberpositiva3 entre la explotación azucarera y el mosquito: la deforestación y la creación de tierras empantanadas proporcionaron el hábitat ideal para el mosquito, mientras que el comercio de esclavos y el sistema de plantación extendieron su presencia.
La malaria, al afectar gravemente a los europeos, limitó su capacidad para mantener el control colonial, lo que llevó a un aumento en la demanda de cinchona. Este árbol se convirtió en un bien crucial para los imperios europeos, que vieron en su corteza la posibilidad de resistir las enfermedades tropicales.7 Así, se profundizó el comercio de la cinchona, ya que representaba no solo una medicina para combatir la malaria, sino también una herramienta para sostener el dominio colonial en regiones donde el mosquito amenazaba ese control. La soberanía colonial no solo se alcanzaba a través de la fuerza militar o el control político, sino también mediante la manipulación de la naturaleza y los cuerpos que la habitaban.
El poder y soberanía que los colonos europeos lograron consolidar a través de la explotación de recursos como la cinchona encontró sus límites en las mismas dinámicas que este entramado colonial producía. Un ejemplo clave de esos límites es la inmunidad diferencial de la población afroamericana frente a la malaria, un fenómeno que tuvo profundas implicaciones en los procesos de independencia de las colonias americanas durante el siglo XIX. Según John McNeill en Mosquito Empires,5 la inmunidad diferencial hace referencia a cómo la malaria afectaba de manera desproporcionada a los europeos e indígenas americanos, mientras que las poblaciones africanas, provenientes de regiones donde el mosquito Anopheles y la malaria eran endémicos, mostraban mayor resistencia a la enfermedad. Este fenómeno se convirtió en un factor crucial en la consolidación del sistema de plantaciones y, simultáneamente, en la fragilidad de las estructuras coloniales europeas.
Desde una perspectiva colonial, esta inmunidad diferencial fue naturalizada para justificar la explotación de las personas esclavizadas de origen africano en las plantaciones. Las élites europeas y los colonos vieron en la población negra una raza fuerte, apta para soportar las duras condiciones del trabajo en las plantaciones de las Américas. La creciente demanda de mano de obra resistente al entorno insalubre de las plantaciones de azúcar, tabaco y otros cultivos contribuyó al auge del comercio transatlántico de esclavos. Así, el mercado de esclavos se sostenía no solo por razones económicas, sino también por esta supuesta “ventaja” inmunológica que ofrecía la población africana frente a la malaria, una enfermedad facilitada por la transformación ecológica impulsada por el mismo sistema de plantaciones.
Sin embargo, la inmunidad diferencial no solo fue una herramienta de explotación colonial, sino que también se convirtió en un vector emancipatorio. En los siglos XVIII y XIX, cuando las luchas por la independencia se intensificaron en las Américas, la resistencia biológica a la malaria que mostraban las poblaciones afroamericanas desempeñó un papel clave.5, 2 Las fuerzas coloniales europeas, debilitadas por la malaria y otras enfermedades tropicales, se encontraron cada vez más incapaces de mantener el control sobre vastas extensiones de territorio. En este contexto, las poblaciones esclavizadas y afrodescendientes, muchas de las cuales habían desarrollado resistencia a la malaria, lograron forjar alianzas con fuerzas insurgentes y jugar un papel central en las guerras de independencia.
Este doble sentido de la inmunidad –como mecanismo de explotación y como condición de posibilidad para la emancipación– es clave para entender las contradicciones inherentes a la ecología colonial. Por un lado, la malaria y la explotación de los cuerpos esclavizados contribuyeron a la expansión y sostenimiento de los imperios europeos en las Américas; por otro, las mismas dinámicas ecológicas que permitían el dominio colonial también debilitaban a las fuerzas imperiales y fomentaban la resistencia y los movimientos anticoloniales. Así, el poder colonial, que inicialmente se sostuvo gracias a la explotación de los recursos naturales (como la cinchona) y la mano de obra esclavizada, terminó siendo limitado por las mismas fuerzas que este sistema creó. En este sentido, la historia de la cinchona y la malaria revela cómo las ecologías coloniales no solo se estructuraron en torno a la explotación, sino que también produjeron las condiciones para la resistencia y la transformación social.
El agotamiento de las capacidades curativas de la cinchona representa otro límite a la dominación colonial y capitalista, que dependía de su explotación para sostener la soberanía europea en regiones tropicales. La sobre-explotación de los recursos naturales bajo el modelo de plantación, en este caso de la cinchona, no solo transformó el paisaje y el equilibrio ecológico, sino que eventualmente llevó a la planta casi a la extinción. En Ecuador, Perú y Colombia, regiones donde la cinchona era originaria y abundante, hoy es raro encontrar ejemplares silvestres, lo que refleja la gravedad del agotamiento producido por siglos de extracción intensiva.8
La sobre-explotación de la cinchona bajo el régimen colonial siguió la lógica extractivista de la plantación, un sistema orientado hacia la maximización de la producción sin tener en cuenta los límites ecológicos. Esto generó varios problemas que afectaron la capacidad del árbol para seguir proveyendo sus valiosas propiedades curativas, principalmente el alcaloide quinina, esencial para combatir la malaria.6 La explotación excesiva no solo condujo a la casi extinción de la planta, sino también al agotamiento del suelo donde crecía, disminuyendo la concentración de alcaloides en su resina. Este fenómeno revela una contradicción fundamental en la explotación capitalista de los recursos naturales: el propio sistema que se beneficiaba de la planta estaba destruyendo su capacidad regenerativa y, por tanto, minando su propia fuente de poder.
La relación entre los mosquitos y el sistema colonial no ha permanecido estática, sino que ha sido una de dinamismo genético que sigue afectando al mundo contemporáneo. En las últimas décadas, han surgido nuevas formas de malaria que han desarrollado resistencia a los medicamentos sintéticos, como la cloroquina, utilizados para tratar la enfermedad.1 Este fenómeno es un reflejo de cómo los mosquitos y los patógenos que transportan responden evolutivamente a las presiones ambientales y farmacológicas. El ciclo que comenzó con la expansión de la malaria a través de la colonización del nuevo mundo ha generado condiciones propicias para la aparición de estas nuevas cepas resistentes, en parte debido a la continua circulación de personas, mercancías y patógenos impulsada por la globalización.
El calentamiento global ha exacerbado este problema, al crear condiciones que permiten que los mosquitos habiten en zonas donde antes no podían sobrevivir. Las áreas tropicales y subtropicales, ya asoladas por enfermedades transmitidas por mosquitos, ahora ven cómo las zonas de riesgo se expanden hacia latitudes más altas. Las proyecciones indican que el calentamiento global podría provocar la expansión masiva de los mosquitos, facilitando la aparición de brotes de malaria en regiones previamente seguras.9 Esta expansión de los mosquitos podría considerarse una especie de espectro de la colonización, en tanto que los mismos vectores que una vez propagaron enfermedades bajo el proyecto colonial ahora se expanden bajo la lógica de la crisis climática y la globalización, replicando, de alguna manera, el movimiento colonizador hacia nuevos territorios.
En este contexto, las ruinas del colonialismo, lejos de ser meros residuos inertes, continúan habitadas por potenciales activos. Estas ruinas —ya sean las transformaciones ecológicas que facilitaron la expansión de los mosquitos, el agotamiento de los recursos naturales como la cinchona o la diáspora africana— no están vacías de futuro o de agencia. Las interacciones entre humanos y ecosistemas, forjadas en un contexto de opresión y explotación, siguen configurando nuestras realidades actuales, especialmente en el marco de la crisis climática y la emergencia de nuevas formas de existencia. Así, al observar las ruinas del colonialismo, encontramos no solo vestigios de un pasado violento, sino también potencialidades activas que pueden inspirar nuevas formas de relación con el entorno y con otros.
REFERENCIAS
- Ashmi, H., & Chandra, S. (2016). “Antimalarial drug resistance: An overview”. En Tropical Parasitology, 6(1), 30-41. https://doi.org/10.4103/2229-5070.179462
- Fonseca, C. (2020). “Epidemics: Virality, immunity and the outbreak of modern sovereignty”. En C. Fonseca, The Literature of Catastrophe (pp. 113-148). Bloomsbury Academic.
- Land, N., & Plant, S. (2014). “Cyberpositive”. En R. Mackay & A. Avanessian (Eds.), Accelerate (pp. 303-314). Urbanomic.
- Lévi-Strauss, C. (2017). "De paso por el trópico”. En Tristes Trópicos (pp. 120-128). Paidós.
- McNeil, J. (2010). Mosquito empires. Cambridge University Press.
- Middleton, T. (2011). Becoming-After: The lives and politics of quinine’s remains. Cultural Anthropology, 36 (2), 280-307. https://doi.org/10.1111/j.1548-1360.2011.01112.x
- Nieto, M. (2000). Remedios para el imperio. Fondo de Cultura Económica.
- Riepl, M. (2017). Quina, el casi extinto árbol medicinal del escudo de Perú que pocos patriotas conocen e inspiró el gin tonic. BBC. https://www.bbc.com/mundo/noticias-40744976
- Roychoudhury, M. (2024). Shifting landscape: Climate change’s impact on malaria. Barcelona Institute of Global Health. https://www.isglobal.org/en/healthisglobal/-/custom-blog-portlet/el-variable-panorama-como-el-cambio-climatico-afecta-la-malaria
- Taussig, M. (1987). Shamanism, colonialism, and the wild man. University of Chicago Press.
- Tsing, A., & Haraway, D. (2017). Reflections on the Plantacionocene. Edge Effects Magazine.
- Wellcome, H. (1880). A visit to the native cinchona forests of South America. Proceedings of the American Pharmaceutical Association at the Twenty-Seventh Annual Meeting, 28, 814-830.
En este contexto, la cinchona no solo ofrecía una cura, sino que garantizaba una forma de soberanía colonial, al permitir que los europeos mitigaran los efectos debilitantes de la enfermedad y mantuvieran su control territorial y económico en el nuevo mundo.
Este doble sentido de la inmunidad –como mecanismo de explotación y como condición de posibilidad para la emancipación– es clave para entender las contradicciones inherentes a la ecología colonial.